"En lugar de abandonarlo todo, tengo que aprender a abandonarme en todo" Miguel Oscar Menassa "La verdad es que todavía puedes hacer lo que dices que la vida no te permitió, lo que dices que tus circunstancias te impidieron". Amelia Díez Cuesta.

domingo, 22 de marzo de 2020

Utilizar lenguaje bélico, causa sus efectos y no hace bien a la población, ni a la mejor recuperación de la gente. Un país, donde sus dirigentes y sus medios de desinformación masivos, no tienen en cuenta el psiquismo, es un país infantilizado (que no infantil) y un poquito inculto.

Esto dicen los indigenas de Sierra Nevada, de Santa Marta.
Sentido Comun de culturas ancestrales guardianes del mundo:

“Es importante realizar unos trabajos unificados como pueblos indígenas para prevenir la enfermedad y específica que no debemos llamar a la misma pronunciando su nombre, ni divulgación por redes sociales, porque en ese caso estaríamos trayendo el virus a nuestros territorios”...
Deberían poner en la tele de nuevo DOCTOR EN ALASKA. Seguro que había menos contagios, y/o recuperaciones más prontas.
AHORA PIENSO TOTALMENTE DIFERENTE SOBRE LO QUE PARECE IMPLÍCITO AQUÍ. PERO IGUALMENTE EL TExTO NO ESTÁ MAL EN UN ASPECTO. AUNQUE DA STATUS DE VERDAD A ALGO QUE YA CASI ESTÁ DEMOSTRADO QUE NO. SIGUE EL ESTUDIO. Sean adultos y saquen más allá de la equivocación del escrito lo rescatable. Gracias


Buena reflexión de Ramón Barea. Dedicarle unos segundos .

Resulta que ahora, dicen los titulares, hemos descubierto gracias al coronavirus que el ser humano solo puede sobrevivir gracias a la ayuda colectiva. Pero yo me pregunto, ¿lo descubrimos con la pandemia del sida en los años 80 y 90? Pues ya os digo yo que no, porque eso era cosa de maricones, de putas y drogadictos. ¿Aprendimos algo con la epidemia de Ébola en 2016? Qué va, eso era para negros y para los que se metían en países que no debían. ¿Salimos a los balcones a aplaudir por los afectados de la crisis económica de 2008? ¿Para qué? Eso era asunto de pobres. No nos engañemos, hemos descubierto la colectividad solo porque esta enfermedad ha golpeado de lleno a la crème de la crème de Occidente -todo eran risas cuando causaba estragos en China, ¿verdad?-. Y, precisamente, por la democratización del virus hemos visto como cae el rico, el blanco, el hetero y el de la derechita cobarde. Así que, de pronto, nos hemos visto amenazados y, de forma automática, se han puesto en marcha todos los mecanismos para salvaguardarnos. Así que hemos descubierto esa supuesta colectividad solo porque somos una enorme cabeza neoliberal que se mueve al unísono y, si se toca uno de sus componentes, se derrumba la pirámide entera. No, hijos míos, esto no es solidaridad colectiva. Es miedo. Sí, la verdad sea dicha: nos hemos unido porque estamos cagados. Porque con esto no solo pueden morir negros, maricones, inmigrantes o pobres. Y porque, en realidad, nunca pensábamos que esto nos tocaría a nosotros, punta de la pirámide del privilegio. Hemos creado esta cadena de unión internacional porque encima de todo no hay ningún colectivo al que culpabilizar y, ante la falta de cabezas de turco, nos hacemos arrumacos psicológicos y nos consolarnos unos a otros con resignación sin poder echar mierda por la boca. Lo único que me gustaría es que esta crisis nos sirva para hacernos reflexionar, y no solo para montar festivales musicales en los balcones, tan necesarios para no darnos tiempo a pensar. Si esto puede servir para algo, que sea para que, cuando salgamos de esta, dejemos de hacer burda ostentación de nuestros privilegios occidentales y miremos un poquito más hacia los márgenes. Nos hemos unido porque estamos cagados. (Ramon Barea)

miércoles, 1 de mayo de 2013

ESTUDIANDO LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS de S.FREUD. Momento de exposición de sus investigaciones previas a 1900, sobre el descubrimiento de la existencia de los procesos inconscientes. I. EL MÉTODO DE INTERPRETACIÓN ONÍRICA.


Fuente: FREUD y LACAN HABLADOS 1 de M.O Menassa y LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS de S. Freud.

En esta escritura "La Interpretación de los Sueños" d Sigmund Freud, se materializa este descubrimiento, esta es la importancia que tiene este libro en la obra de Freud: ya no investiga, sino que expone su descubrimiento de los procesos inconscientes y que generaliza este método de interpretación para cualquier hecho psíquico, en el que siempre forman parte los procesos inconscientes.

I. EL MÉTODO DE INTERPRETACIÓN ONÍRICA,  Que es el método de la interpreción psicoanalítica. Es la primera vez que se va a hablar de interpretación en un hecho, en un funcionamiento psíquico, que es común a todos, los sueños. Soñar sueñan enfermos y no enfermos.
Este método dice "El sueño sólo existe después de ser interpretado" en el sentido de que  "los sueños tienen sentido después de ser interpretados", en el encuadre psicoanalítico obviamente. No es que el método de interpretación psicoanalítica sea interpretar sueños sino que la interpretación quiere decir, que no hay nada que exista antes de ser interpretado, cosa que descubrió con el estudio de los sueños y que lo generalizó a cualquier hecho psíquico, al funcionamiento del psiquismo humano. Para hayar el sentido de un sueño, un síntoma, cualquier hecho psíquico, ha de ser usado el método de interpretación psicoanalítica, sólo después de la interpretación psicoanalítica (es decir en el encuadre psicoanalítico) sabremos algo del sentido ese hecho psíquico, antes no se sabe nada de él, simplemente se padece.

"La INTERPRETACIÓN que se hace posible como MÉTODO dijimos que tiene que ver con el OBJETO teórico construido. Este, en sus procesos DETERMINA, según el psicoanálisis, UNA FUNCIÓN, en tanto la represión acontece sobre las representaciones, pero no sobre la energía ligada a estas representaciones. Por lo tanto lo que permanece inconsciente son las representaciones. El afecto, la energía ligada a estas representaciones se transfiere a nuevas representaciones aceptadas por el pensamiento consciente. A este proceso se le denomina TRANSFERENCIA y es un concepto teórico que acontece INTRAPSÍQUICAmente. Este concepto teórico es el que da cuenta de la relación particular que se establece entre el sujeto psicoanalizado y el sujeto psicoanalista. Freud dice de la transferencia que no hace falta que el psicoanalista haga ni diga nada porque la transferencia se establece de manera espontánea. Es decir que la construcción de un mundo psíquico para el sujeto psicoanalizado comienza en realidad por el psicoanálisis de la transferencia. Lo que se interpreta acerca de la asociación libre son las ligazones fantasmáticas de la libido. Es decir el neurótico no goza porque su libido, porque su energía sexual no está ligada a ningún objeto real. Por lo tanto, si la libido del neurótico no está ligada a ningún objeto real el psicoanálisis tendrá que que interpretar a qué objetops fantasmas, a qué objetos fantásticos, a qué objetos imaginarios está ligada las libido del sujeto"

Luego: "La interpretación de los Sueños no sólo es el desarrollo del descubrimiento sino que también es, para la psiquis humana, la generalización de lo descubierto". Es decir: no sólo tienen inconsciente los neuróticos sino que tienen inconsciente todas las personas normales. Es decir que si todas las personas tienen inconsciente, todas las personas tienen deseos sexuales, infantiles, reprimidos: causa dice Freud, de  todas las inhibiciones del pensamiento y de la acción, de todas las inhibiciones funcionales, de todas las enfermedades llamadas psíquicas y de más del 50% de las enfermedades orgánicas y aun, en un trabajo de 1907, dice: la muerte se produce por el mismo mecanismo que la enfermedad psicosomática."


jueves, 3 de enero de 2013


Para comenzar el año, abrimos un grupo de la lectura del Quijote para adolescentes, porque….

Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho. Los obstáculos más grandes: nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte: el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil: equivocarnos; la más destructiva: la mentira y el egoísmo; la peor derrota: el desaliento; los defectos más peligrosos: la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas: la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobre todo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que esté.

MIGUEL DE CERVANTES
Don Quijote de la Mancha



GRUPOS DE LECTURA PARA NIÑOS Y  ADOLESCENTES

Si quieres que tu hijo ame la lectura, se divierta, aprenda y haga nuevos amigos
Este es su lugar.

“Para que la lectura sea para ellos un entusiasmo, parte de su vida”


Grupos de diferentes edades y horarios.
1ó 2  veces a la semana.


Impartidos por Marta Herráez
Psicóloga Educativa y Psicoanalista

lunes, 6 de agosto de 2012

Con  la  adopción  de  las  armas,  la  superioridad  intelectual


EL PORQUÉ DE LA GUERRA Parte II.

Puedo  pasar  ahora  a  glosar  otra  de  sus  proposiciones.  Usted  expresa  su asombro  por  el  hecho  de  que  sea  tan  fácil  entusiasmar  a  los  hombres  para  la guerra,  y  sospecha  que algo,  un  instinto  del odio  y  de  la  destrucción,  obra  en ellos  facilitando  ese  enardecimiento.  Una  vez  más,  no  puedo  sino  compartir sin  restricciones  su  opinión.  Nosotros  creemos  en  la  existencia  de  semejante instinto,  y  precisamente  durante  los  últimos  años  hemos  tratado  de  estudiar sus  manifestaciones.  Permítame  usted  que  exponga  por  ello  una  parte  de  la teoría  de los  instintos a  la  que  hemos  llegado  en  el  psicoanálisis  después  de mu­chos  tanteos y vacilaciones.  Nosotros aceptamos  que los instintos de los hombres no  pertenecen  más  que  a  dos  categorías:  o  bien  son  aquellos  que  tienden  a conservar  y a  unir -los  denominamos  «eróticos»,  completamente  en  el  sentido del  Eros  del  Symposion  platónico,  o  «sexuales»,  ampliando  deliberadamente el  concepto  popular  de  la  sexualidad-,  o  bien  son los  instintos  que  tienden  a destruir  y a  matar:  los  comprendemos  en  los  términos  «instintos  de  agresión»
o  «de  destrucción».  Como  usted  advierte,  no  se  trata  más  que  de  una  trans­figuración teórica  de la  antítesis  entre el amor y  el odio,  universalmente conocida y  quizá  relacionada primordialmente  con  aquella  otra,  entre  atracción  y  re­pulsión,  que  desempeña  un  papel  tan  importante  en  el  terreno  de  su  ciencia. Llegados  aquí,  no  nos  apresuremos  a  introducir  los  conceptos  estimativos  de
«bueno» y  «malo».  Uno cualquiera de estos instintos es  tan imprescindible como el  otro,  y  de  su  acción  conjunta  y  antagónica  surgen  las  manifestaciones  de  la vida.  Ahora  bien:  parece  que  casi  nunca  puede  actuar  aisladamente  un  instinto perteneciente a  una  de  estas  especies,  pues  siempre  aparece  ligado  como decimos  nosotros  «fusionado»- con  cierto  componente  originario  del  otro, que modifica  su  fin y  que  en  ciertas  circunstancias  es  el  requisito  ineludible  para que  este  fin  pueda  ser  alcanzado.  Así,  el  instinto  de  conservación.  por  ejemplo, sin  duda  es  de  índole  erótica,  pero  justamente  él  precisa  disponer  de  la  agresión para  efectuar  su  propósito.  Análogamente,  el  instinto  del  amor  objeta)  necesita un  complemento  del  instinto  de  posesión  para  lograr  apoderarse  de  su  objeto. La  dificultad  para  aislar  en  sus  manifestaciones  ambas  clases  de  instintos  es  la
que  durante  tanto  tiempo  nos impidió  reconocer  su  existencia.
     Si  usted  está  dispuesto a  acompañarme  otro  trecho  en mi  camino,  se  enterarú de  que  los  actos  humanos  aún  presentan  otra  complicación  de  índole  distinta a  la  anterior.  Es  sumamente  raro  que  un  acto  sea  obra  de  una  única  tendencia instintiva,  que  por  otra  partf'  ya  debe  estar  constituida  en  sí  misma  por  Eros  y destrucción.  Por  el  contrario,  generalmente  es  preciso  que  coincidan  varios motivos de estructura análoga para  que la  acción  sea  posible.  Uno  de  sus  colegas de  usted,  un  cierto  profesor  G.  Ch.  Lichtenberg,  que  en los  tiempos  de  nuestros clásicos  enseñaba  física  en  Gi:ittingen,  ya  Jo  sabía,  quizá  porque  era  aún  mús eximio  psicólogo  que  físico. Inventó  la  «rosa  de  los  móviles»,  al  escribir:  «Los móviles  *  de  los  actos humanos pueden  disponerse  como  los  32  rumbos  de  la rosa  náutica,  y  sus  nombres  se  forman  de manera  análoga;  por  ejemplo:  «pan­ pan-gloria,  o  gloria-gloria-pan».  Por  consiguiente,  cuando  los  hombres  son incitados  a  la  guerra  habrá  en  ellos  gran  número  de  motivos �nobles  o  bajos, de  aquellos  que  se  suele  ocultar  y  de  aquellos  que  no  hay  reparo  en  expresar  -que  responderán  afirmativamente;  pero  no  nos  proponemos revelarlos todos
aquí.  Seguramente  se  encuentra  entre  ellos  el  placer  de  la  agresión  y  de  la  des­trucción:  innumerables  crueldades  de  la  Historia  y  de  la  vida  diaria  destacan su  existencia y  su  poderío.  La  fusión  de  estas  tendencias destructivas  con  otras eróticas  e  ideales  facilita,  naturalmente,  su  satisfacción.  A  veces,  cuando  oímos hablar  de  los  horrores  de  la  Historia,  nos  parece  que  las  motivaciones  ideales sólo  sirvieron  de  pretexto  para  los  afanes  destructivos;  en  otras  ocasiones,  por
ejemplo frente a las crueldades de la Santa  Inquisición,  opinamos que los motivos ideales  han predominado  en  la  consciencia,  suministrándoles  los  destructivos un  refuerzo  inconsciente.  Ambos  mecanismos  son  posibles.
     Temo  abusar  de  su  interés,  embargado  por  la  prevención  de  la  guerra  y  no por  nuestras  teorías.  Con  todo,  quisiera  detenerme  un  instante más  en  nuestro instinto  de  destrucción,  cuya  popularidad  de  ningún modo  corre  parejas  con  su importancia.  Sucede  que  mediante  cierto  despliegue  de  especulación  hemos llegado  a  concebir  que  este  instinto  obra  en  todo  ser  viviente,  ocasionando  la tendencia de llevarlo a su desintegración,  de reducir la vida al estado de la materia inanimada.  Merece,  pues,  en  todo  sentido  la  designación  de  instinto  de muerte, mientras  que  los  instintos  eróticos  representan  las  tendencias  hacia  la  vida.  El instinto  de muerte  se  torna instinto  de  destrucción cuando,  con  la  ayuda  de  ór­ganos especiales,  es dirigido hacia afuera, hacia los objetos.  El ser viviente protege en  cierta  manera  su  propia  vida  destruyendo  la  vida  ajena.  Pero  una  parte  del
instinto  de  muerte  se  mantiene  activa  en  el  interior  del  ser;  hemos  tratado  de explicar  gran  número  de  fenómenos  normales  y  patológicos  mediante  esta  in­teriorización  del   instinto  de  destrucción.  Hasta  hemos  cometido  la  herejía  de atribuir  el  origen  de  nuestra  conciencia  moral  a  tal  orientación  interior  de  la agresión.  Como usted  advierte,  el  hecho  de  que este  proceso  adquiera  excesiva
magnitud  es motivo para  preocuparnos;  sería directamente  nocivo para la salud, mientras  que  la  orientación  de  dichas  energías  instintivas  hacia  la  destrucción en  el  mundo  exterior  alivia  al  ser  viviente,  debe  producirle  un  beneficio.  Sirva esto  como  excusa biológica de  todas las  tendencias malignas  y  peligrosas  contra las cuales luchamos.  No dejemos de reconocer que son más afines a la Naturaleza que  nuestra  resistencia  contra  ellas,  la  cual  por  otra  parte  también  es  preciso
explicar.  Quizá haya adquirido  usted la impresión de que nuestras teorías  forman una  suerte de mitología,  y  si  así  fuese,  ni  siquiera  sería una mitología  grata.  Pero, ¿acaso  no  se  orientan  todas  las  ciencias  de  la  Naturaleza  hacia  una  mitología de  esta  clase?  ¿Acaso  se  encuentra  usted  hoy  en  la  física  en  distinta  situación?
     De  lo  que  antecede  derivamos  para  nuestros  fines  inmediatos  la  conclusión de  que  serán  inútiles  los  propósitos  para  eliminar  las  tendencias  agresivas  del hombre.  Dicen  que  en  regiones  muy  felices  de  la  Tierra,  donde  la  Naturaleza ofrece  pródigamente  cuanto  el  hombre  necesita  para  su  subsistencia,  existen pueblos  cuya  vida  transcurre pacíficamente,  entre  los  cuales  se  desconoce  la
fuerza  y  la  agresión. Apenas  puedo  creerlo,  y  me  gustaría  averiguar algo  más sobre esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan que podrán eliminar la  agresión  humana  asegurando  la  satisfacción  de  las  necesidades  materiales y  estableciendo  la  igualdad  entre  los  miembros  de  la  comunidad.  Yo  creo  que eso  es  una  ilusión.  Por  ahora  están  concienzudamente  armados  y  mantienen unidos a sus partidarios, en medida no escasa,  por el odio contra todos los ajenos.
Por  otra  parte,  como  usted  mismo  advierte,  no  se  trata  de  eliminar  del  todo  las
tendencias  agresivas  humanas;  se  puede  intentar  desviarlas,  al  punto  que  no necesiten  buscar  su  expresión  en  la  guerra.
     Partiendo de nuestra mitológica teoría de los instintos, hallamos fácilmente úna fórmula  que  contenga  los  medios  indirectos  para  combatir  la  guerra.  Si  la  dis­posición a  la  guerra  es  un  producto  del instinto de  destrucción,  lo más  fácil  será apelar  al  antagonista  de  ese  instinto:  al  Eros.  Todo  lo  que  establezca  vínculos afectivos entre los  hombres  debe  actuar  contra  la  guerra.  Estos  vínculos  pueden
ser de  dos clases.  Primero, los lazos análogos a los que  nos ligan a los objetos del amor,  aunque  desprovistos  de  fines  sexuales.  El  psicoanálisis  no  precisa  aver­gonzarse  de hablar aquí  de  amor,  pues la  religión dice  también,  «ama al prójimo como  a  ti  mismo».  Esto  es  fácil  exigirlo,  pero  difícil  cumplirlo.  La  otra  forma de  vinculación  afectiva  es  la  que  se  realiza  por  identificación.  Cuando  establece importantes  elementos  comunes  entre  los  hombres,  despierta  tales  sentimientos
de  comunidad,  identificaciones.  Sobre  ellas  se  funda  en  gran  parte  la  estructura de  la  sociedad  humana.
     Usted  se  lamenta  de  los  abusos  de  la  autoridad,  y  eso  me  suministra  una segunda  indicación  para  la  lucha  indirecta  contra  la  tendencia  a  la  guerra.  El hecho  de  que  'los  hombres  se  dividan  en  dirigentes  y  dirigidos  es  una  expresión de  su  desigualdad  innata  e  irremediable.  Los  subordinados  forman  la  inmensa mayoría,  necesitan  una  autoridad  que  adopte  para  ellos  las  decisiones,  a  las
cuales  en  general  se  someten  incondicionalmente.  Debería añadirse  aquí  que  es preciso  poner mayor  empeño  en  educar  una  capa  superior  de  hombres  dotados de pensamiento independiente,  inaccesibles a la intimidación,  que breguen por la verdad  y a  los  cuales  corresponda  la  dirección  de  las  masas  dependientes.  No es  preciso  demostrar  que los  abusos  de  los  poderes  del  Estado y  la  censura  del
pensamiento  por  la  Iglesia,  de  ningún  modo  pueden  favorecer  esta  educación. La  situación  ideal  sería,  naturalmente,  la  de  una  comunidad  de  hombres  que hubieran  sometido  su  vida  instintiva  a  la  dictadura  de  la  razón.  Ninguna  otra cosa podría llevar a una unidad  tan completa y resistente de los hombres,  aunque. se  renunciara  a  los  lazos  afectivos  entre  ellos.  Pero  con  toda  probabilidad  esto
es  una  esperanza  utópica.  Los  restantes  caminos  para  evitar  indirectamente  la guerra  son por cierto más accesibles,  pero  en  cambio  no  prometen un  resultado inmediato.  Es  difícil  pensar  en  molinos  que  muelen  tan  despacio  que  uno  se moriría  de hambre  antes  de  tener  harina.
     Como usted ve,  no  es mucho lo  que  se logra  cuando,  tratándose  de una  tarea práctica y urgente,  se acude al  teórico alejado del mundo.  Será mejor que en cada caso particular se trate de enfrentar el peligro con los recursos de que se disponga en  el momento;  pero  aún quisiera referirme a  una cuestión  que  usted  no  plantea en  su  escrito  y  que me  interesa  particularmente.  ¿Por  qué  nos  indignamos  tanto
contra  la  guerra,  usted,  y  yo,  y  tantos  otros?  ¿Por  qué  no  la  aceptamos  como una más entre  las muchas  dolorosas  miserias  de  la  vida? Parece  natural;  bioló­gicamente  bien  fundada;  prácticamente  casi  inevitable.  No  se  indigne usted por mi  pregunta,  pues tratándose de una investigación seguramente se puede adoptar la  máscara  de una  superioridad  que  en  realidad  no  se  posee.  La  respuesta será
que  todo  hombre  tiene  derecho  a  su  propia  vida;  que  la  guerra  destruye  vidas humanas llenas de esperanzas;  coloca  al individuo  en  situaciones denigrantes;  lo obliga a  matar  a  otros,  cosa  que  quiere hacer;  destruye  costosos valores ma­teriales,  productos  del  trabajo  humano,  y  mucho  más.  Además,  la  guerra  en  su forma  actual  ya  no  ofrece  oportunidad  para  cumplir  el  antiguo  ideal  heroico,
y  una guerra futura implicaría la eliminación de uno o quizá de ambos enemigos, debido  al perfeccionamiento  de  los medios  de  destrucción.  Todo  eso  es  verdad, y  parece  tan  innegable  que  uno  se  asombra  al  observar  que  las  guerras  aún  no han  sido  condenadas  por el  consejo general  de  todos los  hombres.  Sin embargo, es  posible  discutir  algunos  de  estos puntos.  Se  podría  preguntar  si la  comunidad no tiene también un derecho a la vida del individuo; además, no se pueden conde­nar todas las clases de guerras en igual medida; finalmente, mientras existan Esta­dos y  naciones que estén dispuestos a la destrucción inescrupulosa de otros,  estos otros  deberán  estar  preparados  para  la  guerra.  Pero  dejaré  rápidamente  estos temas,  pues  no  es  ésta  la  discusión  a  la  cual  usted  me  ha  invitado.  Quiero  diri­girme  a  otra meta:  creo  que  la  causa  principal  por la  que  nos  alzamos  contra la guerra  es  la  de  que  no  podemos  hacer  otra  cosa.  Somos  pacifistas  porque  por razones  orgánicas debemos  serlo.   Entonces  nos  resulta  fácil  fundar  nuestra posición  sobre  argumentos intelectuales.
     Esto  seguramente  no  es  comprensible  sin  una  explicación.  Y o  creo  lo  si­guiente:  desde  tiempos  inmemoriales  se  desarrolla  en  la  Humanidad  el  proceso de la evolución cultural.  (Yo  sé  que  otros prefieren  denominarlo: «civilización»). A  este  proceso  debemos  lo  mejor  que  hemos  alcanzado,  y  también  buena  parte de lo que ocasionan nuestros sufrimientos.  Sus causas y sus orígenes son inciertos;su  solución,  dudosa;  algunos  de  sus  rasgos,  fácilmente apreciables.  Quizá lleve a la  desaparición  de  la  especie  humana,  pues  inhibe  la  función  sexual  en  más  de un  sentido,  y  ya  hoy  las  razas  incultas  y  las  capas  atrasadas  de  la  población  se reproducen más  rápidamente  que  las  de  cultura  elevada.  Quizá  este  proceso  sea comparable  a  la  domesticación  de  ciertas especies  animales.  Sun  duda  trae
consigo  modificaciones  orgánicas,  pero  aún  no  podemos  familiarizarnos  con  la idea  de que esta evolución  cultural  sea un  proceso  orgánico.  Las modificaciones psíquicas  que  acompañan  la  evolución  cultural  son  notables  e  inequívocas. Consisten  en  un  progresivo  desplazamiento  de  los  fines  instintivos  y  en  una creciente limitación de las tendencias instintivas. Sensaciones que eran placenteras
para  nuestros  antepasados  son indiferentes o  aun  desagradables  para  nosotros; el hecho  de que nuestras exigencias ideales  éticas y  estéticas  se hayan modificado tiene  un  fundamento  orgánico.  Entre  los  caracteres  psicológicos  de  la  cultura, dos  parecen  ser  los  más  importantes:  el  fortalecimiento  del  intelecto,  que  co­mienza a dominar la vida instintiva, y la interiorización de las tendencias agresivas,
con  todas  sus  consecuencias  ventajosas  y  peligrosas.  Ahora  bien:  las  actitudes psíquicas  que  nos han  sido  impuestas  por  el  proceso  de  la  cultura  son  negadas por  la  guerra  en  la más  violenta  fqrma  y  por  eso  nos  alzamos  contra  la  guerra: simplemente, no la soportamos más, y no se trata aquí de una aversión intelectual y  afectiva,  sino  que  en  nosotros,  los  pacifistas,  se  agita  una  intolerancia  consti­tucional,  por  así  decirlo,  una  idiosincrasia  magnificada  al  máximo.  Y  parecería que  el  rebajamiento  estético implícito  en  la guerra  contribuye a  nuestra  rebelión en  grado  no menor  que  sus  crueldades.
     ¿Cuánto  deberemos esperar  hasta  que  también  los  demás  se  tornen  paci­fistas?  Es  difícil  decirlo,  pero  quizá  no  sea  una  esperanza  utópica  la  de  que  la influencia  de  estos  dos  factores  -la  actitud  cultural  y  el  fundado  temor  a  las consecuencias  de  la  guerra futura- pongan  fin  a  los  conflictos  bélicos  en  el curso  de  un  plazo  limitado.  Nos  es imposible adivinar  a  través  de  qué  caminos
o  rodeos  se  logrará  este  fin.  Por  ahora  sólo  podemos  decirnos:  todo  lo  que  im­pulse  la  evolución  cultural  obra  contra  la  guerra.
     Lo  saludo  cordialmente  y  le  ruego  me  perdone  si  mi  exposición  lo  ha  de­fraudado.
                       Suyo,
                       SIGMUND  FREUD

EL   PORQUE  D E   L A   GUERRA  *  Parte I
* Título  del  original  en  alemán:  Warum  Krieg?
1932  [1933]

Viena,  septiembre  de  1932.

Estimado  señor  Einstein:

     Cuando me  enteré  de  que  usted  se  proponía invitarme a  cambiar ideas  sobre un  tema  que  ocupaba  su  interés  y  que  también  le  parecía  ser  digno  del  ajeno, manifesté  complacido mi  aprobación.  Sin  embargo,  esperaba  que  usted  elegiría un problema próximo a los límites  de  nuestro  actual conocimiento,  un problema ante  el  que  cada  uno  de  nosotros,  el  físico  como  el  psicólogo,  pudiera  labrarse un  acceso  especial,  de  modo  que,  acudiendo  de  distintas procedencias,  se  en­contrasen  en  un mismo  terreno.  En  tal  expectativa, me  sorprendió  su  pregunta: ¿Qué  podría  hacerse  para  evitar  a  los  hombres  el  destino  de  la  guerra?  Al  prin­cipio quedé asustado bajo la impresión de mi -casi hubiera dicho:  «de nuestra incompetencia,  pues  aquélla  parecíame  una  terea  práctica  que  corresponde  a los  hombres  de  Estado.  Pero  luego  comprendí  que  usted  no  planteaba  la  pre­gunta  en  tanto  que investigador  de la  Naturaleza  y físico,  sino  como  amigo de la Humanidad,  respondiendo a la invitación de la  Liga de las Naciones, a la manera de  Fridtjof  Nansen,  el  explorador  del  Artico  que  tomó  a  su  cargo  la  asistencia de  las  masas  hambrientas  y  de  las  víctimas  refugiadas  de  la  Guerra  Mundial.
Además,  reflexioné  que  no  se  me  pedía  la  formulación  de  propuestas  prácticas, sino que sólo había de bosquejar cómo  se presenta a la consideración psicológica el  problema  de  prevenir  las  guerras.
     Pero  usted  en  su misiva  ha  expresado  ya  casi  todo  lo  que  podría  decir  al  res­pecto.  En  cierta manera,  usted me  ha  sacado  el viento de  las  velas,  pero  de  buen grado  navegaré  en  su  estela  y  me  limitaré  a  confirmar  cuanto  usted  enuncia, tratando  de  explayarlo  según  mi  mejor  ciencia  o  presunción.
     Comienza  usted  con  la  relación  entre  el  derecho  y  el  poder:  he  aquí,  por cierto,  el  punto  de  partida  más  adecuado  para  nuestra  investigación.  ¿Puedo sustituir la  palabra  «poden>  por  el  término,  más  rotundo y más  duro,  «fuerza»? Derecho y fuerza son hoy para nosotros antagónicos.  pero no es difícil demostrar que  el  primero  surgió  de  la  segunda,  y  retrocediendo  hasta  los  orígenes arcaicos
de la  Humanidad  para  observar  cómo  se  produjo  este  fenómeno,  la  solución  del enigma  se  nos presenta  sin  esfuerzo.  No  obstante,  perdóneme  usted  si  en  lo  que sigue  paso  revista,  como  si  fuesen  novedades,  a  cosas  conocidas  y  admitidas por  todo  el  mundo:  el  hilo  de mi  exposición me  obliga  a  ello.
     De  modo  que,  en  principio,  los  conflictos  de  intereses  entre  los  hombres  son
solucionados mediante el recurso de la fuerza. Así sucede en todo el reino animal, del  cual  el  hombre  no  habría  de  excluirse,  pero  en  el  caso  de  éste  se  agregan también  conflictos  de  opiniones  que  alcanzan  hasta  las  mayores  alturas  de  la abstracción  y  que  parecerían  requerir  otros  recursos  para  su  solución.  En  todo caso,  esto  sólo  es  una  complicación  relativamente reciente.  Al  principio,  en  la
pequeña  horda  humana,  la  mayor  fuerza  muscular  era  la  que  decidía  a  quién debía  pertenecer  alguna  cosa  o  la  voluntad  de  quien  debía  llevarse  a  cabo.  Al poco  tiempo  la  fuerza  muscular  fue  reforzada  y  sustituida  por  el  empleo  de herramientas:  triunfó  aquel que  poseía las mejores armas o  que  sabía  emplearlas con mayor  habilidad.  Con  la  adopción  de  las  armas,  la  superioridad  intelectual
ya  comienza  a  ocupar  la  plaza  de  la  fuerza  muscular  bruta,  pero  el  objetivo final  de  la  lucha  sigue  siendo  el  mismo:  por  el  daño  que  se  le  inflige  o  por  la aniquilación  de  sus  fuerzas,  una  de las  partes  contendientes  ha de  ser  obligada  a abandonar  sus  pretensiones  o  su  oposición.  Este  objetivo  se  alcanza  en  forma más  completa  cuando  la  fuerza  del  enemigo  queda  definitivamente  eliminada,
es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la doble ventaja de que el enemigo no  puede  iniciar  de  nuevo  su  oposición  y  de  que  el  destino  sufrposeía las mejores armas o  que  sabía  emplearlas
con mayor  habilidad.  Con  la  adopción  de  las  armas,  la  superioridad  intelectual ya  comienza  a  ocupar  la  plaza  de  la  fuerza  muscular  bruta,  pero  el  objetivo final  de  la  lucha  sigue  siendo  el  mismo:  por  el  daño  que  se  le  inflige  o  por  la aniquilación  de  sus  fuerzas,  una  de las  partes  contendientes  ha de  ser  obligada  a abandonar  sus  pretensiones  o  su  oposición.  Este  objetivo  se  alcanza  en  forma más  completa  cuando  la  fuerza  del  enemigo  queda  definitivamente  eliminada,
es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la doble ventaja de que el enemigo no  puede  iniciar  de  nuevo  su  oposición  y  de  que  el  destino  sufrposeía las mejores armas o  que  sabía  emplearlas
con mayor  habilidad.  Con  la  adopción  de  las  armas,  la  superioridad  intelectual ya  comienza  a  ocupar  la  plaza  de  la  fuerza  muscular  bruta,  pero  el  objetivo final  de  la  lucha  sigue  siendo  el  mismo:  por  el  daño  que  se  le  inflige  o  por  la aniquilación  de  sus  fuerzas,  una  de las  partes  contendientes  ha de  ser  obligada  a abandonar  sus  pretensiones  o  su  oposición.  Este  objetivo  se  alcanza  en  forma más  completa  cuando  la  fuerza  del  enemigo  queda  definitivamente  eliminada,
es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la doble ventaja de que el enemigo no  puede  iniciar  de  nuevo  su  oposición  y  de  que  el  destino  sufrrido  sirve  como escarmiento,  desanimando  a  otros  que  pretendan  seguir  su  ejemplo  Final­mente,  la  muerte  del  enemigo  satisface  una  tendencia  instintiva  que  habré  de mencionar  más  adelante.  En  un  momento  dado,  al  propósito  homicida  se opone  la  consideración  de  que  respetando  la  vida  del enemigo, pero mante­niéndolo  atemorizado,  podría  empleárselo  para  realizar servicios útiles.  Así, la fuerza, en lugar de matarlo, se limita a subyugarlo. Este es el origen del respeto por la vida del enemigo,  pero desde ese momento el vencedor hubo de contar con
los deseos latentes  de venganza que  abrigaban los  vencidos,  de modo  que  perdió una parte de su propia seguridad.
     Por  consiguiente,  ésta  es  la  situación  original:  domina  el  mayor  poderío, la  fuerza  bruta  o  intelectualmente  fundamentada.  Sabemos  que  este  régimen  se modificó gradualmente  en  el  curso  de  la  evolución  que  algún  camino condujo de  la  fuerza  a l   derecho:  pero.  ¡,cuál  fue  este  camino? Yo  creo  que  sólo  pudo  ser uno:  el  que  pasa  por  el  reconocimiento  de  que  la  fuerza mayor  de  un  individuo puede  ser  compensada  por  la  asociación  de  varios  más  débiles.  L'union fait  la force.  La  violencia  es  vencida  por  la  unión;  el  poderío  de  los  unidos  representa ahora  el  derecho,  en  oposición  a  la  fuerza  del  individuo  aislado.  Vemos,  pues, que  el  derecho  no  es  sino  el  poderío  de  una  comunidad.  Sigue  siendo  una  fuerza dispuesta  a  dirigirse  contra  cualquier  individuo  que  se  le  oponga;  recurre  a  los mismos medios,  persigue  los mismos  fines;  en  el  fondo,  la  diferencia  sólo  reside en  que  ya  no  es  el  poderío  del  individuo  el  que  se  impone,  sino  el  de  un  grupo de individuos.  Pero  es  preciso  que  se cumpla  una condición psicológica para que pueda efectuarse este pasaje de la violencia al  nuevo derecho: la unidad del grupo ha  de  ser  permanente,  duradera.  Nada  se  habría  alcanzado  si  la  asociación  sólo se  formara  para  luchar  contra  un  individuo  demasiado  poderoso,  desmembrán­dose  una  vez  vencido  éste.  El  primero  que  se  sintiera más  fuerte trataría  nueva­mente  de  dominar  mediante  su  fuerza,  y  el  juego  se  repetiría  sin  cesar.  La  co­munidad  debe  ser  conservada  permanentemente;  debe  organizarse,  crear  pre­ceptos  que  prevengan  las  temidas  insubordinaciones;  debe  designar  organismos que vigilen el  cumplimiento de  los  preceptos -leyes- y  ha  de  tomar  a  su  cargo la  ejecución  de  los  actos  de  fuerza  legales.  Cuando  los  miembros  de  un  grupo humano  reconocen  esta  comunidad  de  intereses  aparecen  entre  ellos  vínculos afectivos,  sentimientos gregarios  que  constituyen  el  verdadero  fundamento  de  su poderío.
     Con  esto,  según  creo,  ya  está  dado  lo  esencial: la superación  de  la  violencia por  la  cesión  del  poderío  a  una  unidad  más  amplia,  mantenida  por  los  vínculos afectivos  entre  sus  miembros.  Cuanto  sucede  después  no  son  sino  aplicaciones y  repeticiones  de  esta  fórmula.  El  estado  de  cosas  no  se  complica  mientras  la comunidad  sólo  conste  de  cierto  número  de  individuos  igualmente  fuertes.  Las
leyes  de  esta  asociación  determinan  entonces  en  qué  medida  cada  uno  de  sus miembros  ha  de  renunciar  a  la  libertad  personal  de  ejercer  violentamente  su fuerza  para  que  sea  posible  una  segura  vida  en  común.  Pero  esta  situación  pa­cífica  sólo  es  concebible teóricamente,  pues  en  la  realidad  es  complicada  por  el hecho  de  que  desde  un  principio  la  comunidad  está  formada  por  elementos  de
poderío dispar,  por  hombres y mujeres,  hijos y padres,  y  al  poco  tiempo, a causa de guerras y  conquistas,  también por  vencedores y vencidos  que  se  convierten  en amos  y  esclavos.  El  derecho  de  la  comunidad  se  torna  entonces  en  expresión de  la  desigual  distribución  del  poder  entre  sus  miembros;  las  leyes  serán  hechas por  y  para  los  dominantes  y  concederán  escasos  derechos  a  los  subyugados. Desde  ese  momento  existen  en  la  comunidad  dos  fuentes  de  conmoción  del  de­recho,  pero  que  al  mismo  tiempo  lo  son  también  de  nuevas  legislaciones.  Por un  lado,  algunos  de  los  amos  tratarán  de  eludir  las  restricciones  de  vigencia general,  es  decir,  abandonarán  el  dominio  del  derecho  para  volver  al  dominio de  la  violencia;  por  el  otro,  los  oprimidos  tenderán  constantemente  a  procu­rarse mayor  poderío  y  querrán  que  este  fortalecimiento  halle  eco  en  el  derecho, es  decir,  que  se  progrese  del  derecho  desigual  al  derecho  igual  para  todos.  Esta última  tendencia  será  tanto  más  poderosa  si  en  el  ente  colectivo  se  producen realmente  desplazamientos  de  las  relaciones  de  poderío,  como  acaecen  a  causa de  múltiples  factores  históricos.  En  tal  caso  el  derecho  puede  adaptarse  paula­tinamente  a  la  nueva  distribución  del  poderío  o,  lo  que  es  más  frecuente,  la
clase dominante se negará a reconocer esta transformación y se llega a la rebelión, a  la  guerra  civil,  es  decir,  a  la  supresión  transitoria  del  derecho  y a  renovadas tentativas violentas que,  una  vez  transcurridas,  pueden ceder el  lugar a  un  nuevo orden legal.  Aún existe otra fuente de la evolución legal  que  sólo  se manifiesta en forma pacífica:  se trata del desarrollo cultural de los miembros de la colectividad;
pero ésta pertenece a un conexo que no habremos de considerar sino más adelante.
     Vemos,  por  consiguiente,  que  hasta  dentro  de  una  misma  colectividad  no se  puede  evitar  la  solución violenta  de  los  conflictos  de  intereses.  Sin  embargo, las  necesidades  y  los  fines  comunes  que  resultan  de  la  convivencia  en  el  mismo terreno favorecen  la  terminación  rápida  de  esas  luchas,  de  modo  que  en  estas condiciones  aumenta  sin  cesar  la  probabilidad  de  que  se  recurra  a medios  pací­ficos para resolver los conflictos.  Pero una ojeada a la  Historia de la Humanidad nos  muestra  una  serie  ininterrumpida  de  conflictos  entre  una  comunidad  y otra u otras,  entre conglomerados mayores o menores,  entre ciudades,  comarcas, tribus,  pueblos,  Estados;  conflictos  que  casi  invariablemente  fueron  decididos por  el  cotejo  bélico  de  las  respectivas  fuerzas.  Semejantes  guerras  terminan,
ya  en  el  saqueo,  ya  en  el  completo  sometimiento  y  en  la  conquista  de  una de  las partes contendientes.  No  es  lícito  juzgar  con  el  mismo criterio  todas  las  guerras de  conquista.  Algunas,  como  las  de  los  mogoles  y  de  los  turcos,  sólo  llevaron a  calamidades;  otras,  en  cambio,  a  la  conversión  de  la  violencia  en  el  derecho, al establecimiento de entes mayores, en cuyo  seno quedó eliminada la posibilidad del  despliegue  de  fuerzas,  solucionándose  los  conflictos  mediante  un  nuevo
orden  legal.  Así,  las  conquistas  de  los  romanos  legaron  la  preciosa pax  romana a  los  pueblos  mediterráneos.  Las  tendencias  expansivas  de  los  reyes  franceses crearon una Francia pacíficamente unida y próspera. Aunque parezca paradójico, es  preciso  reconocer  que  la  guerra  bien  podría  ser  un  recurso  apropiado  para establecer la anhelada paz  «eterna», ya que es capaz de crear unidades tan grandes que  una  fuerte potencia  alojada  en  su  seno  haría  imposibles  nuevas  guerras.
Pero  en  realidad  la  guerra  no  sirve  para  este  fin,  pues  los  éxitos  de  la  conquista no  suelen  ser  duraderos;  las  nuevas  unidades  generalmente  vuelven  a  desmem­brarse  a  causa  de  la  escasa  coherencia entre  las  partes  unidas  por  la  fuerza. Además,  hasta  ahora  la  conquista  sólo  pudo  crear uniones incompletas,  aunque amplias, cuyos conflictos interiores favorecieron aún más las decisiones violentas. Así,  todos los  esfuerzos bélicos  sólo llevaron a que la Humanidad  trocara  nume­
rosas y aun continuadas guerras pequeñas por conflagraciones menos frecuentes, pero  tanto más  desvastadoras.
     Aplicando  mis  reflexiones  a  las  circunstancias  actuales,  llego  al  mismo resultado  que  usted  alcanzó  por  una  vía  más  corta.  Sólo  es  posible  impedir  con seguridad las guerras  si los hombres  se  ponen de  acuerdo  en establecer  un poder central,  al  cual  se  le  conferiría  la  solución  de  todos  los  conflictos  de  intereses. Esta  formulación  involucra,  sin  duda,  dos  condiciones:  la  de.  que  sea  creada
semejante  instancia  superior,  y  la  de  que  se  le  confiera  un  poderío  suficiente. Cualquiera de las dos, por sí sola, no bastaría. Ahora bien: la Liga de las Naciones fue  proyectada como  una instancia de  esta  especie,  pero  no  se  realizó la  segunda condición:  no  posee  poderío  autónomo,  y  únicamente  lo  obtendría  si  los miem­bros  de  la  nueva  unidad,  los  distintos  Estados,  se  la  confiriesen.  No  hay  duda que  actualmente  son  muy  escasas  las  probabilidades  de  que  tal  cosa  suceda. Con  todo,  se  juzgaría  mal  a  la  institución  de  la  Liga  de  las  Naciones  si  no  se reconociera  que  nos  encontramos  ante  un  ensayo  pocas  veces  emprendido  en la  Historia  de  la  Humanidad  y  quizá jamás  intentado  en  semejante  escala.  Se trata  de  una  tentativa  para  ganar,  mediante  la  invocación  de  ciertas  posiciones
ideales,  la  autoridad --es  decir,  el  poder  de  influir  perentoriamente- que  en general  se  desprende  del  poderío.  Hemos visto  que  una  comunidad  humana  se mantiene  unida  merced  a  dos  factores:  el  imperio  de  la  violencia  y  los  lazos afectivos -técnicamente  los  llamados  «identificaciones»-- que  ligan  a  sus miembros. Desapareciendo uno de aquéllos, el otro podrá posiblemente mantener unida  a  la  comunidad.  Desde  luego,  las  mencionadas  ideas  sólo  poseen  tras­cendencia  si  expresan  importantes  intereses  comunes  a  todos  los  individuos. Cabe  preguntarse  entonces  cuál  será  su  fuerza.  La  Historia  nos  enseña  que  pu­dieron  ejercer,  en  efecto,  considerable  influencia. Así,  por  ejemplo,  la  idea panhelénica,  la  consciencia  de  ser  superiores  a  los  bárbaros  vecinos,  idea  tan poderosamente  expresada  en  las  anfictionías,  en  los  oráculos  y  en  los  juegos festivos,  fue  suficientemente  fuerte  como  para  suavizar las  costumbres  guerreras de  los  griegos,  pero  no  alcanzó  a  impedir  los  conflictos  bélicos  entre  las  uni­dades  del  pueblo  heleno  y,  lo  que  es  más,  tampoco  pudo  evitar  que  una  ciudad o  confederación  de  ciudades  se  aliara  con  el  poderoso  enemigo  persa  en  per­
juicio  de  un  rival.  Análogamente,  el  sentimiento  de  la  comunidad  cristiana, sin  duda  alguna  poderoso,  no  tuvo  fuerza  suficiente  para  impedir  que  durante el  Renacimiento pequeños y grandes  Estados cristianos solicitaran en sus guerras mutuas  el  auxilio  del  sultán.  Tampoco  en  nuestra época  existe  una idea a la cual pudiera  atribuirse  semejante  autoridad  unificadora.  El  hecho  de  que  actual­
mente  los  ideales  nacionales  que  dominan  a  los  pueblos  conducen  a  un  efecto contrario,  es  demasiado  evidente.  Ciertas  personas  predicen  que  sólo  la  apli­cación  general  de  la  ideología  bolchevique  podría  poner  fin  a  la  guerra,  pero seguramente  aún  nos  encontramos  hoy  muy  alejados  de  este  objetivo,  y  quizá sólo  podríamos alcanzarlo  a  través  de  una  terrible guerra  civil.  Por  consiguiente, parece  que  la  tentativa  de  sustituir  el  poderío  real  por  el  poderío  de  las  ideas
está  condenada  por  el  momento  al  fracaso.  Se  hace  un  cálculo  errado  si  no  se tiene  en  cuenta  que  el  derecho  fue  originalmente  fuerza  bruta  y  que  aún  no puede  renunciar  al  apoyo  de  la  fuerza.

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EL PORQUÉ DE LA GUERRA. Carta de Einstein a Freud. 1932


Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932 * 


* {Esta carta ha sido traducida de la versión inglesa que aparece 
en la Standard Edition, tomada de la edición del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual con autorización de los albaceas 
de Einstein.! 


Estimado profesor Freud: 
       La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? 
Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso. 
     Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que 
ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos. 
     Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa 
a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad. 
     El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo 
guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal. 
     Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, 
y de que cl ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento. 
     Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una 
psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver. 
     Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas «masas iletradas». La experiencia prueba que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa. 
     Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o también, en la persecución de las minorías raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados. Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción. 


     Muy atentamente, 
     Albert Einstein